El patio de la casa de mis abuelos es todo un mundo. Para mí se divide en tres secciones. La que queda en la parte de atrás de la casa, la más amplia. Y las dos que quedan a ambos lados de la casa. Que son más como pedazos largos y un poco angostos. El patio yo siempre lo veo bonito, aunque no le hayan pasado la máquina y el trimmer en un tiempo. Desde cualquier lado que te paras se puede observar la cordillera de montañas robustas que se extienden de este a oeste en el frente de la casa.
A mis abuelos les gusta mantener todo en su debido orden, específicamente abuela. Eso incluye el patio y cuando se acerca el momento de acicalarlo, se aseguran de escoger el día más brillante. En uno de esos días recuerdo que el cielo estaba bien azul y despejado. El patio desplegaba sus mejores matices de verde. El viento hacía sonar los árboles armoniosamente, casi como si fueran una orquesta y él su magistral director.
Abuelo encendió la máquina de cortar el pasto y se sumaron al paisaje el estrepitoso ruido y el olor a grama. Llevaba puesto un sombrero enorme de paja, pantalones largos y camisa manga larga para protegerse del sol picante. Yo lo observaba de lejito para no poner nerviosa a abuela. Veía cómo se movía por secciones y notaba el contraste de los surcos que trazaba la máquina y el resto del patio sin recortar. Animada por su recorrido me monté en mi pequeño triciclo de plástico y empecé a trazar mi propio surco. Como si yo también cortara la grama.
Después de un rato abuelo detuvo su trabajo y se fue a coger un descanso. Aprovechó para tomar agua. Yo aproveché para acercarme a la máquina que estaba desatendida. Me parecía un aparato interesante. Hice el mejor esfuerzo por imitar lo que había observado hacía un rato. Colocas las manos en el manubrio y empujas. Cuando me acerqué noté que la barra me quedaba un poco alta, pero extendí los brazos y la pude alcanzar. Se sentía caliente por el sol y para mi sorpresa empujar la máquina no era tan sencillo como abuelo lo hacía ver. La máquina era fuerte. Abuelo me vio y quedó enternecido ante la escena. Se rió cálidamente y se acercó a mí y me puso su sombrero. Se sentía mojado por el sudor. No tardó en llamar a abuela para que no se perdiera mi hazaña. Ambos rieron y abuela busco la cámara y me tiró una foto, como cada vez que me encontraba haciendo algo gracioso.
El patio sigue allí igual de acicalao y cuando visito a mis abuelos, me aseguro de visitarlo a él también, y camino un rato por el mundo de la serenidad