El velorio (2014)
Nota preliminar:
Esta historia fue parte de un proyecto especial de una clase de redacción que tomé en el 2014 como requisito de mi bachillerato en la UPRRP. El proyecto consitió en crear una historia que reconstruyera los eventos previos al momento capturado en la pintura El Velorio del artista puertorriqueño Francisco Oller. Mi historia fue seleccionada como una de las más destacadas de la clase y la profesora me exhortó a publicarla, pero lo olvidé. Hace unos días me recordé de este relato y por suerte pude encontrarlo. Aquí lo comparto.
El Velorio
A las dos y nueve minutos de la mañana todo el mundo parecía dormir en el barrio Cibuco de Corozal. Por allá, cerca del río, estaba la casa de Doña Rafaela, todavía iluminada por una tenue luz en el interior. Pablo, su hijo de tres años, llevaba varios días en cama y padecía los síntomas de lo que aparentaba ser un mal diabólico. Ahora se encontraba en un ataque de temblores y ardía de la fiebre; sus trapos blancos chorreaban de sudor. Doña Rafaela le colocaba paños mojados con agua fría sobre su frente y le cantaba canciones de cuna, suaves y sutiles, casi como un susurro. No podía evitar que su voz se estremeciera en ocasiones, pues Pablo era su único hijo y a él le entregaba cada día el amor más puro y genuino que haya podido sentir. Después de haber intentado cuanto remedio proponían sus vecinas, Doña Laura y Doña María, Doña Rafaela sabía que ya no había nada que hacer, si acaso un milagro, y eso, según Padre Ramón, solo lo hacía Dios. Ahora no le quedaba más que ser la guardiana de los delirios acalorados de su agonizante hijo y asegurarse de que no entrara solo al mundo de los muertos. Cesó de cantar por un momento y miró hacia afuera de la ventana, pero se dio cuenta de que en realidad no estaba mirando hacia un lugar en particular, sino que esa acción era más bien un reflejo de cuando miraba hacia sus adentros, cuando buscaba entre sus recuerdos a Oscar. Ya habían pasado tres años de aquel repentino encuentro cuyo único rastro fue Pablo, y a este ya no le quedaba mucho tiempo. La última vez que Doña Rafaela vio a Oscar fue para anunciarle de la vida que llevaba en sus entrañas, la vida que habían formado juntos. Oscar permaneció en silencio mientras miraba hacia el suelo. Le dijo que lo dejara solo, que necesitaba pensar, y así hizo ella. Después de ese día nunca más volvió a verlo. El tiritar de Pablo y un leve quejido la trajeron de vuelta a su realidad, se retiró de la ventana y se dirigió al lecho del infante para cambiarle los paños mojados, cantarle otra canción de cuna y rezarle el primer rosario del día.
Desde lo lejos, vestido de oscuridad abismal y refugiado entre los árboles, Oscar observaba la casa de Doña Rafaela cuando de repente se asomó una silueta por la ventana. Aguzó los ojos, como para enfocar mejor y trazó la figura de Doña Rafaela. No se había olvidado de ella, ni de lo que le dijo aquella noche oscura y desierta como la que los arropaba ahora. No pasaba un día en que no pensara en la criatura que dejó atrás. ¿Cómo se verá? ¿Cómo será el sonido de su voz? ¿Cómo será su llanto? A pesar de todo, quizás fue lo mejor que hizo, pensó. No tenía nada que ofrecerle a ese niño, las personas como él no tienen nada que ofrecer, se dijo. Tampoco se detienen; cuando se tiene ese tipo de vida no se sabe cómo salir y el único remedio es seguir. Oscar estaba en Corozal de pasada, no acostumbraba frecuentar este pueblo. Fue la conversación de un corozaleño, quien alegaba ser vecino de Doña Rafaela, con un campesino en un pequeño bar de Toa Alta, acerca del mal atroz que amenazaba con acabar la vida de Pablito, lo que lo trajo hasta este lugar. No necesitó escuchar más, sabía muy bien que hablaban de su hijo. Pablo, pensó. Pablo, repitió y se lo guardó en lo profundo de su interior. Esa misma noche recogió un par de accesorios en un saco y se dirigió con su caballo hacia Corozal. Ahora estaba ahí, a varios metros de la casa en donde agonizaba su hijo, sin saber qué hacer. Su introspección se detuvo cuando advirtió que la sombra de Doña Rafaela abandonaba la ventana desde donde parecía que lo contemplaba. Interpretó su gesto como una señal de que él también debía marcharse. De todos modos, había preparado su caballo, y sus sacos estaban listos para hacer la primera gestión del día, saquear cosechas, su verdadero trabajo, su vida. La trayectoria le había permitido examinar vagamente los estados de las fincas y sus cosechas y ya tenía su blanco escogido. Se volteó, y con un brinco, subió a su caballo y se desapareció entre la negrura sin echar un último vistazo a la casa. Su trabajo en el frondoso campo de plátanos del señor Eladio estaba por comenzar.
Había transcurrido una hora y los temblores de Pablo ya se habían apaciguado. Todavía permanecía con la fiebre alta y sudaba. Su condición era muy débil, ya no emitía quejidos ni lloraba; al parecer su alma ya estaba empacando todo su bagaje para escaparse como se escapa un gemido. Doña Rafaela recién había terminado de rezar el rosario y lo observaba, mientras una lágrima le bajaba de su ojo izquierdo, cuando de repente Pablo abrió sus ojos y los dirigió con una mirada extraviada hacia ella. Esta se desbordó en mimos y palabras de amor, pero Pablo volvió a cerrarlos. Su respiración se detuvo a la vez que entró por la ventana una brisa templada que apagó una de las velas que los iluminaba y se llevó consigo su alma. Doña Rafaela sintió cómo se desgarraban cada una de las fibras de su ser, mientras miraba el cuerpo inerte y sin vida de Pablo. Ya sabía que esto iba a suceder, pero no ahora, no en este momento; no estaba lo suficientemente preparada, nunca lo iba a estar y lloró, lloró fuerte y con dolor, con coraje, con todo lo que no se había permitido sentir durante todo este tiempo.
Doña Laura despertó abruptamente por el sonido de un grito. Cayó sentada en su cama de un salto y zarandeó a su marido, el señor Eladio, para que también despertara. Un poco desorientado, el señor Eladio le preguntó a Doña Laura el motivo de su sobresalto. Sucedía que había escuchado un grito y estaba segura de que no lo había soñado. Caminaron rápidamente hacia la ventana más cercana y notaron que había una leve luz que alumbraba una de las habitaciones de la casa de Doña Rafaela. Ambos se miraron en señal de entendimiento y con tristeza. Entonces, Doña Laura comenzó a cambiarse la ropa para ir hacia la casa de Doña María y salir juntas a la casa de Doña Rafaela a brindarle consuelo y ayudarla con los preparativos del velorio de Pablito.
Una vez el señor Eladio quedó solo en su casa, escuchó un sonido extraño proveniente de su finca que quedaba justo al lado; así que se dirigió al balcón para echar un vistazo más amplio al perímetro. A distancia, logró divisar una silueta negra con varios sacos sujetos en su espalda y otros amarrados a un caballo. El señor Eladio comenzó a correr hacia la figura negra que se disponía a robar sus preciados plátanos, mientras le gritaba vulgaridades propias de su exaltación. El hombre corrió inmediatamente a su caballo y de un salto quedó montado; al cabo de unos segundos ya había desaparecido completamente. El señor Eladio se detuvo jadeante a recuperar el aliento, mientras maldecía por lo bajo. Lo único que alcanzó ver fue los sacos repletos de sus plátanos y la banda blanca que llevaba puesta el individuo en su cabeza.
Ya había despuntado el alba cuando Doña Rafaela comenzó a limpiar el cuerpo de Pablito para luego vestirlo con la ropa blanca que siempre llevaba en las ocasiones especiales. Ya no lloraba, sus vecinas no demoraron en ir a socorrerla y le recordaron que por los niños no se deben derramar lágrimas, pues estas le podían humedecer sus alas y dificultarle su entrada al cielo. Allá en la cocina, Doña Laura y Doña María limpiaban todo, de modo que la casa quedara impecable para la actividad que se había de celebrar posteriormente. Más tarde, se apareció por la puerta el Padre Ramón a dar sus bendiciones y ofrecer palabras de aliento y ánimo. Rezaron juntos una plegaria para asegurarle un buen camino al alma del niño y después cada cual volvió a su faena.
Confinado entre la arboleda de un bosque solitario y no tan remoto, se encontraba Oscar. Después de aquel encuentro tan cercano que tuvo durante la madrugada en pleno trabajo no se atrevía a salir a ninguna parte; tampoco había dormido, la inquietud de poder ser descubierto lo mantuvo despierto hasta ahora. Levantó la vista hacia el firmamento e intentó calcular la hora. El día se veía brillante y hermoso, debía ser alrededor de las doce del medio día. Respiró hondo y decidió que esperaría un rato más para salir y presentarse en la puerta de Doña Rafaela, y ver por primera vez a su hijo. Ya lo había meditado lo suficiente y estaba listo. Así que para matar un poco de tiempo se tumbó junto a un árbol y durmió.
Poco a poco iban llegando vecinos de distintas partes del barrio a la casa de Doña Rafaela para celebrar el baquiné de Pablito. De los primeros en llegar fueron el Padre Ramón con uno de sus monaguillos, el señor Eladio, Don Manuel, el esposo de Doña María, con sus hijos; también estaban los hijos de Doña Laura y varios campesinos. Enseguida sacaron el tiple, los güiros, las maracas y se dio inicio al jolgorio. Se sirvieron aperitivos y bebidas que se pasaban de un lado a otro de la sala. Las mujeres cantaban y los niños jugaban el florón. Un espíritu vivaracho y alegre se fue apoderando de la casa de Doña Rafaela y todos estaban muy contentos, ya Pablo era un angelito y estaba de camino a encontrarse con el Creador, ya no quedaban motivos para llorar.
Cuando Oscar pudo divisar la casa de Doña Rafaela se encontró con que estaba repleta de campesinos y se escuchaba el canto de las mujeres junto al sonido del tiple y los güiros. Detuvo completamente su marcha para procesar mejor lo que estaba pasando. Toda esta jarana solo podía significar una cosa, había llegado tarde y ya Pablo estaba muerto. Ya sabía lo que pasaba cuando se morían los niños, lo había visto varias veces en otras casas. Se quedó hipnotizado y totalmente estático. Nunca supo cómo era el sonido de su voz, ni de su llanto, nunca pudo ver su sonrisa; y peor aún, esa criatura se fue sin saber que él existió, pensó. Si alguna vez le faltó el coraje para enfrentar su responsabilidad, ahora lo tenía todo para ir a conocer por fin a su hijo, muerto. Así que sin más rodeos, continuó su camino.
En medio de la juerga, Doña Rafaela se encontraba conversando con el Padre Ramón y su monaguillo, a la vez que le servía bebidas a sus invitados cuando vio que por la puerta apareció Oscar. Sintió un brinco dentro de su pecho, una punzada y con eso también sintió el calor de la circulación de su sangre por sus piernas. Desvió la mirada, pretendió no verlo y continuó su conversación; no podía arriesgar que alguien le viera los gestos y descifrara toda la verdad. Oscar hizo lo mismo y se abrió camino entre la gente y el bullicio hasta llegar a donde su hijo. Ahí permaneció inmóvil, mientras recorría con sus ojos cada detalle del aspecto del niño y se lo grababa en su memoria. Su ropita blanca, las flores que adornaban su cabeza y su alrededor, su palidez, sus zapatitos azules, la inocencia de su rostro, sus manos inofensivas... Pablito era verdaderamente un ángel.
A la vez que Oscar contemplaba con disimulada ternura paternal todos los detalles del infante, el señor Eladio conversaba con Don Manuel acerca del incidente ocurrido en su finca durante la madrugada, cuando su vista se tropezó con la banda blanca que había logrado distinguir en la cabeza del ladrón, la misma que llevaba puesta Oscar. El señor Eladio, incrédulo, le señaló a Don Manuel el hombre del que hablaba y justo cuando decidió ir a confrontarlo, Jeremías, otro campesino, entró con un exquisito lechón a la vara y todos dirigieron sus miradas hacia él. En ese momento Doña Rafaela paseó la mirada por cada uno de sus invitados e intentó imaginar que todo era un sueño, o una especie de realidad alterna. De repente giró su cabeza y me miró con una sonrisa pintada en el rostro. Parecía que me invitaba a entrar en su casa y celebrar junto a ellos, pero en ese mismo instante el cuadro se congeló ante mis ojos y todos permanecieron inmóviles. Oscar contemplaba a Pablo, el señor Eladio lo señalaba enfurecido y Don Manuel solo escuchaba y observaba. El Padre Ramón y su monaguillo miraban el lechón que acababa de traer Jeremías, al igual que lo hacían Doña Laura, Doña María y varios invitados más. Los músicos se quedaron paralizados con el tiple, el güiro y las maracas en sus respectivas manos. Los niños en el suelo tenían muecas de llanto y molestia en sus caras, los demás parecía que hablaban y cantaban. Cada cual estaba sumergido dentro de su propio espacio, de la misma manera en que yo lo estaba mientras observaba este cuadro plasmado en la pantalla de mi computadora. Ya tenía ideada toda la historia, ahora podía empezar mi trabajo.